Amante de los gallos de pelea
Por: Alejandro Hidalgo
El sol a medio día estaba
radiante, que cobijaba todo a su alrededor, fue ahí donde a lo lejos se percibía
a un hombre que caminaba: de cabello largo, piel oscura. Se le notaba cansado,
porque arrastraba sus zapatos que estaban llenos de tierra y a su costado tenía una caja de cartón, la
curiosidad se presentó en ese momento: ¿De dónde era esa persona?, ¿porque
nunca lo había visto por el barrio de mi abuelito?
Se acercó a la puerta donde
estaba parado, me saludó, muy cortés, como es la gente de aquellos sectores
alejados de la ciudad.
¡Joven cómo esta! Me
preguntó: “sabe, me dieron información de que por aquí vive el don wingo”, la
verdad, me enojé al escuchar el apodo de mi abuelito, pero le respondí que está en la casa correcta. Y ¿para qué lo
busca?, pregunté con asombro; y respondió que venía para venderle un gallo fino.
Sin duda alguna un gallo fino sería una buena compra, entonces inmediatamente
fui en su busca.
Marco, así se llamaba el
señor que deseaba vender su gallo tan insistentemente a mi abuelo, era oriundo
de Sigchos.
“Papá: un señor le busca”,
salió enojado a ver quién lo buscaba y al momento que llegó a la puerta vio a
Marco parado con un gallo colorado, bellísimo, que hasta las plumas le
brillaban, fue ahí donde mi abuelo sin preguntar sobre su descendencia y sin
importarle el costo quiso comprarlo.
En el momento que estaban
conversando le pregunte cuántas peleas tenía ese gallo. Agachó la cabeza y con
voz temblorosa dijo que era un pollo que tenía 8 meses de edad y que no sabía
lo que era pelear, entonces, uno de mis sentidos se pronunció y fui a sacar a
un ejemplar para hacer un pacto de pelea y ver cuál era el costo de ese gallo.
En el transcurso de 15 minutos los gallos estaban preparados para un tope, con
botainas para que no se hagan ningún tipo de daño.
En los ojos del gallo de
mi abuelito se veían las intensiones de que lo suelten, ese era su instinto
asesino, pelear y destruir a su contrario. La forma de pelear de las dos aves fue
extraordinaria, y con más ansias mi abuelito compró ese gallo, a 20 dólares. Lo
cuidó con mucho esfuerzo, amor y dedicación, sin saber que sería quien le dé
una gran fama para que lo conozcan y lo ubiquen como el mejor gallero de
Latacunga. Recorrió por todo el Ecuador “el
gallo de oro”, como le decía mi abuelo.
Alcanzo la cantidad de 25 peleas
visitando las galleras más alejadas de todas las ciudades y alcanzando a
Colombia, a un concurso internacional, donde jugó una pelea de 500 dólares y,
como siempre, salió vencedor. Pero quién iba a pensar que el gallo, en su
última pelea, tendría un final demasiado feo.
En la gallera de goteras,
Yanes, un lugar a donde es muy complicado llegar, porque no existe iluminación
buena, lo necesario como para prender el celular y no tropezarnos con alguna
basura o escombro, las calles de tierra…
Fue el lugar que por última vez se escuchó su canto, que imponía respeto
y miedo ante la gente que asistió al evento, donde pelearía el mejor
combatiente. Ahí defendió el dinero de su dueño y asimiló cada incisión que le
hacía el gallo contrario, con sus espuelas de hueso de pescado. Sintió la
necesidad de doblegarse y morir.
Al momento que sucedió eso
a mi abuelito se le llenaron los ojos de lágrimas, al ver que su mejor
combatiente muere en el redondel de la gallera donde él nació y le vieron crecer
como gallero.
Una de las frases que
deben seguir para siempre y que le gustaba a mi abuelito es: “palabra de gallero es palabra de caballero”

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