POR FRANKLIN FALCONÍ
El mítico “olfato
periodístico”, que se les atribuye a personajes que denunciaron la corrupción
de los poderosos, con investigaciones profundas como la del famoso caso
“Watergate”, o en nuestra realidad en casos como “El gran hermano”, ahora en el
Ecuador es perseguido por un “olfato de sabueso” que llega desde el Estado.
Carlos Ochoa lo dejó muy claro: “La Ley es la ley, ni se transa ni se negocia,
se cumple”.
Y ¿qué es lo que los medios deben
cumplir a rajatabla, según la advertencia de Ochoa? Pues un periodismo que
parte de una concepción anacrónica, que mira a los comunicadores como meros notarios
de una realidad oficialmente impuesta, como máquinas reproductoras del discurso
del poder; irreflexivos, generadores de contenidos incoloros, insaboros; en suma:
inofensivos.
José Luis Martínez Albertos, historiador
y teórico del periodismo, identifica tres etapas por las que ha pasado este
oficio, calificado por Gabriel García Márquez como “el mejor del mundo”: 1850 a
1920, periodismo ideológico; 1920-1950, periodismo informativo; y a partir de
1950 el periodismo interpretativo, o lo que algunos han denominado “nuevo
periodismo”.
La primera etapa, según la
temporalización de este autor, se refiere al nacimiento del periodismo
propiamente dicho, en medio de la disputa entre conservadores y liberales, los
unos creando periódicos para mantener su poder y los otros produciéndolos en gran
cantidad para disputarles ese poder a los primeros. Eran periódicos eminentemente políticos,
que surgieron en medio de un proceso de revolución industrial que requería de
instrumentos de comunicación que no solo se convirtieran en el soporte ideológico
del sistema naciente: el capitalismo, sino también que asumieran el carácter de
modernas empresas.
La libertad de prensa, entonces, como
uno de los derechos humanos básicos producto de ese ideario liberal, tenía que ver
con la posibilidad de que la burguesía asumiera control sobre la comunicación, a
través de sus cada vez más numerosas y mejoradas imprentas.
Mientras la disputa entre terratenientes
y burgueses se mantuvo, el contenido abiertamente ideológico y político de los
primeros diarios de la historia fue una necesidad, pero una vez afirmado el
capitalismo, la clase en el poder se vio obligada a darles un nuevo rol a sus
medios: el enemigo fundamental dejaban de ser los terratenientes, ahora eran
los trabajadores, a quienes la misma revolución burguesa había instruido en la necesidad
de la lucha revolucionaria.
Había que contenerlos, distraerlos,
persuadirlos de que la nueva situación era la mejor para la sociedad, de que la
democracia burguesa representativa era la más elevada y única forma de expresión
de la voluntad mayoritaria.
Los periódicos, entonces, debían
orientarse a afirmar estas ideas sobre la base de una aparente imparcialidad en
la entrega de la información a las masas trabajadoras. Para ganar credibilidad había que
mostrarse como medios que actuaban por fuera de los intereses de los sectores
económicos y políticos en disputa en la sociedad, como periodistas capaces de sobrevolar
(figuradamente) la sociedad para mirarla tal cual es y contársela a la misma sociedad.
Estamos en la segunda etapa de la que habla Martínez Albertos, la del
periodismo con enfoque informativo, donde se impusieron supuestos como el de la
independencia, la imparcialidad, la objetividad, el pluralismo.
Pero el mismo desarrollo del
capitalismo, y de las tecnologías de comunicación puestas a su servicio, hizo
que la industria de producción de información genere una sobreabundancia de noticias
y, por tanto, un consumidor que necesitó cada vez menos información y más
explicación.
La noticia-mercancía, que además
de orientarse al sensacionalismo para vender más, se distribuía casi de forma instantánea,
hizo que los receptores pierdan la capacidad de identificar, en medio de toda
esa oferta, cuáles eran los temas fundamentales, y además, qué significado
tenían las informaciones alrededor de esos temas, cómo había que entender lo
que ocurría. Nace entonces la necesidad del periodismo de interpretación.
Los periódicos, que
perdían cada vez más lectores de noticias frente a la radio, la televisión y
luego la internet, se plantearon explicarle a la gente lo que significaban esos hechos que durante todo
el día sucedían; se propusieron no solo entregarle datos, o hechos, sino
historias. La crónica tomó protagonismo, acercando el periodismo a la literatura.
Las historias de no ficción les disputaban en las librerías a las grandes obras
de escritores consagrados. Un premio Nobel de literatura: Gabriel García
Márquez, declaraba que había evolucionado de escritor a reportero raso.
La Ley de Comunicación, que Ochoa blande como espada de
Damocles, exige volver a la pirámide invertida, y quedarse en ella. Eso se
colige de los parámetros deontológicos establecidos en el Artículo 10. Carlos
Ochoa tomará la lupa verdelimón para buscar que las noticias sean: verificadas,
precisas, contrastadas, oportunas, y que aborden la
información “de interés público” que él defina como tal.
Desde el lado de los trabajadores y los pueblos, el periodismo
alternativo, que insurgió como el oasis de verdad y de inclusión que el sistema
se niega a permitir, continuará batiendo a los tradicionales conceptos y
prácticas burguesas. Desde los explotados, denunciará, como hasta ahora lo ha
hecho, la
falacia que significaba la supuesta imparcialidad que
pregonan los emporios comunicacionales y ahora los medios oficiales; buscará
recuperar la voz, la imagen y los sentires de los trabajadores, pueblos y nacionalidades,
visibilizar sus propuestas, sus luchas; combatir, en el ámbito de los sentidos,
contra el capitalismo, contribuir en la construcción de proyectos
emancipadores. Caminar en este sentido es, actualmente, desarrollo;
intentar volver al periodismo insípido y funcional frente a los intereses del Estado
burgués, es retroceder.

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