CUENTO DE LA FRITADA
Por: Marco Altamirano
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la cocina donde se
prepara la fritada y la gran paila de bronce
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He viajado a la
capital varias veces, pero considero que como “chagra mismo” (persona de
provincia), no veo las calles y las aceras de las avenidas principales con las
vendedores de mote, más bien la veo como un espejismo de modernidad, de
edificios grandes, de vías llenas de tráfico y mucha introspección de sus
habitantes, muy metidos en el mundo de cada uno, casi intercambiando palabras
por obligación.
De Quito, a más o
menos 2 horas hacia el sur occidente, cerca de Latacunga está Pujilí, un
pequeño pueblito donde se puede salir a la calle y encontrar un sastre, que
como sea arregla las bastas del pantalón del uniforme, o a la señora que le
pone tapas y medias suelas a los zapatos, escondida en ese espacio que parece
un zaguán oscuro, frente a una mesa llena de clavos, herramientas extrañas,
cuchillas improvisadas y goma, donde el ruido constante de “toc, toc” indica
que ya está atendiendo.
Todos se conocen en
Pujilí, muchos se especializan en conocer “vida y obra” de cada individuo y,
por lo menos, de una o dos generaciones antes; las anécdotas rondan entre
fiestas populares, licores caseros, pobreza y mucho tiempo libre; sin
tecnologías ni “guaraguas”.
Uno de mis días
favoritos es el viernes, porque puedo disfrutar de la mejor fritada del mundo,
la de doña Michita Cevallos. Ella es la quinta hija del matrimonio de don David
Cevallos y doña Emilia Madrid; él, de oficio carpintero, ella ama de casa, que
tuvo que aprender de su suegra la preparación de hornado y fritada.
Alguna vez escuché de
alguien que había compartido unas mistelas con “el vecino David”, quien dijera:
“yo tengo 5 hijos, el Manuel, el Jorge, el Luciano, el Rubén y la Miche, pero
de todos el único varón… es la Miche”. Y decía esto porque era la más trabajadora,
la menos cobarde, quien ayudaba en todos los quehaceres de la casa y, por ende,
quien aprendió los secretos del hornado y la fritada.
Una calle de piedra
de Pishilata (piedras con forma semi cubicas extraídas de las minas ubicadas en
la frontera entre las provincias de Chimborazo y Tungurahua, con las que se
empedraba las calles), en una cuesta (subida), a mano derecha, una puerta
pequeña de madera color café enmarcada en paredes de adobe empañetado
(enlucido) y tejas color ladrillo… Uno pasa de la claridad a algo más obscuro
tras el ingreso, es como viajar en el tiempo, entra a lo que fue el taller de
carpintería del “vecino David”, con sus herramientas colgadas casi del techo y
un olor a tierra, a viejo y a madera invade el ambiente; pero hay que dejarlo
atrás y caminar hacia el patio.
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Mercedes
Cevallos, en su puesto ubicado en el mercado cerrado de Pujilí, en compañía de
su cuñada
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Salta a la vista una
banca de madera, como las que había en las iglesias, con un poncho remendado de
cojín, la piedra de lavar, y literalmente es una piedra casi de un metro
cuadrado, muy desgastada y con las manchas típicas del jabón que se ha ido
pegando por años y años de uso. Las paredes se van ennegreciendo porque se
llega al horno de leña, pero es viernes y está apagado, hay que entrar más al
fondo, siguiendo ese olor en extremo intenso y cautivador de la fritada.
Son las 13h00 y los
ayudantes de la Michita siguen batiendo con la paleta de madera la fritada casi
lista, que nada en esa gran paila de bronce, negra por fuera y amarillo
brillante por dentro, al interior de una habitación muy oscura, de paredes ennegrecidas,
muy caliente y llena de humo, donde desde el techo cae un haz de luz que se
cola por un agujero de la plancha de zinc; todo confabulado para crear un ambiente
casi místico.
El ritual de la
fritada termina cuando los últimos chicharrones pasan de la paila a la “batea”
(especie de plato con forma cóncava y de tamaño superior) de madera que acompañará
a la Michita hasta la Plaza Sucre, ubicada a dos calles, donde máximo a las
18h00 terminará la venta.
Yo, por el privilegio
de ser vecino, por haber aguantado el olor a fritada, salivando toda la mañana
y por ser el primero en llegar, me hago acreedor a una “probana” (degustación
para que el cliente pruebe la calidad del producto) calientita y, tras una
agradable charla sobre la familia, salgo con una funda bien yapada, acompañada
de maduro y tostado.
Desde la noche
anterior, ella se encargó de matar y despostar al puerco, y desde la madrugada
comienza su preparación, porque los condimentos utilizados son: cebolla
paiteña, cebolla blanca, algunas yerbas, comino en pepa y molido, entre otros
aderezos; y aunque podría decir que en Pujilí todavía se disfruta de esa
ruralidad, “la Michita” es parte de las 4 familias que aún mantienen el oficio
de alimentarnos con cosas tan ricas y tradicionales, y tal vez es la última que
lo hace como lo hacía su abuela materna hace más de 100 años.
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