Ley de Comunicación: Estado
totalitario versus libertades democráticas
Por: Franklin Falconí
Está
hecho… El ejecútese a la Ley de Comunicación se firmó. Ahora a esperar el
Reglamento, que especificará los mecanismos de aplicación de este cuerpo
jurídico, que ha encendido un debate de carácter filosófico, político, jurídico
y comunicacional sin precedentes en el país.
Veamos
algunos de los escabrosos temas que trae esta nueva ley:
Libertad
de expresión: ¿limites?, ¿hasta dónde?
Según
el considerando número 11 de la Ley, los ciudadanos ecuatorianos habríamos
apoyado mayoritariamente, en la consulta popular del 7 de mayo del 2011, entre
otras cosas “…el establecimiento de las consecuencias jurídicas para evitar un
uso abusivo e irresponsable de la libertad de expresión”. Afirmación que, si
aplicamos las mismas normas que la Ley de Comunicación establece, peca de
“imprecisa”, por decirlo menos, ya que el texto de la pregunta número 9 de la
mencionada consulta popular, que obtuvo el más bajo respaldo de todas las diez
preguntas (44,9%) decía:
“¿Está
usted de acuerdo con que la Asamblea Nacional, sin dilaciones dentro del plazo
establecido en la Ley Orgánica de la Función Legislativa, expida una Ley de
Comunicación que cree un Consejo de Regulación que regule la difusión de
contenidos de la televisión, radio y publicaciones de prensa escrita que
contengan mensajes de violencia, explícitamente sexuales o discriminatorios; y
que establezca criterios de responsabilidad ulterior de los comunicadores o
medios emisores?” Como se puede ver, en ningún momento los ecuatorianos
decidimos que el gobierno y su mayoría de asambleístas establezcan
“consecuencias jurídicas para evitar el uso abusivo e irresponsable de
la libertad de expresión”. Y es particularmente importante esta frase por
cuanto expresa la intencionalidad de fondo: limitar este derecho humano
fundamental, caminando en materia jurídica muchos pasos hacia atrás, en
relación a lo que la normativa de derechos humanos y en particular del derecho
a la libertad de expresión ha caminado a nivel internacional, pues como señalan
tanto la Corte como la Comisión Interamericana de Derechos humanos (CIDH), “La
libertad de expresión es una piedra angular en la existencia misma de una
sociedad democrática”[1].
Estas
instancias internacionales, a las que el gobierno ha colocado en esta última
etapa como blancos del ataque político, no pueden dejar de ser reconocidas por
el Estado ecuatoriano, como signatario que es del denominado “Pacto de San
José”, que entró en vigencia en 1978 y que es la base del “Sistema
interamericano de promoción y protección de los derechos humanos”,
adoptado por la Organización de Estados Americanos (OEA) y del cual forman
parte la CIDH, así como la Comisión que específicamente trata problemas de
violaciones a los derechos humanos en la región y en la cual se encuentra la
Relatoría Especial para la libertad de expresión.
En
estas instancias, la diversidad de denuncias que se han recibido, procedentes
de toda la región, han dado como resultado que la interpretación del artículo
13 de la Convención Americana de Derechos Humanos sea favorable al respeto casi
absoluto a la libertad de expresión, por sobre los criterios de
“responsabilidad ulterior”, que el mismo artículo establece.
La
polémica jurídica se ha centrado, precisamente, en que los estados han tomado
la parte del artículo en mención que les es más favorable para sancionar o
establecer formas de censura previa o indirecta a medios, periodistas y hasta a
ciudadanos comunes. Así, mientras el numeral 1 del Art.13 sostiene: “Toda
persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho
comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de
toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en
forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección”,
el numeral 2 en cambio establece: “El ejercicio del derecho previsto en el
inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura sino a
responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la
ley y ser necesarias para asegurar: a) el respeto a los derechos o a la reputación
de los demás, o b) la protección de la seguridad nacional, el orden público o
la salud o la moral públicas”.
Hay
ejemplos de decisiones de la CIDH en los que ha sido evidente la prevalencia
del derecho a la libertad de expresión por sobre la denominada “responsabilidad
ulterior”. Uno de ellos es el conocido caso: “La última tentación de Cristo”
(Olmedo Bustos y otros versus Chile), en el que la Corte tuvo que tratar la
denuncia que los productores de la película interpusieron por cuanto en Chile
existía un Consejo de Calificación Cinematográfica que resolvió rechazar su
proyección en este territorio. El caso fue ante la CIDH, que el 5 de febrero de
2001 dictaminó que se estaba violentando el artículo 13, que establece que no
se admite ninguna manifestación de censura previa, por lo que el Estado chileno
tuvo que acatar la resolución y permitir la proyección de la película, pero
además, realizar reformas constitucionales y legales que terminen con todos los
mecanismos legales que impedían la libre expresión.
Otro
fue el conocido “caso Ivcher Bronstein versus Perú”, en el que el Estado
peruano había establecido mecanismos de censura indirecta para impedir que
Ivcher Bronstein continuara como concesionario de una frecuencia de televisión,
y evitar que siga transmitiendo su programa de opinión “Contrapunto”, en el que
se hacían denuncias de corrupción contra el gobierno de Alberto Fujimori. La
CIDH por primera vez identificaba los mecanismos aparentemente legales que los
estados pueden tomar para atentar contra la libertad de expresión. En ese caso
en Perú se llegaron a aprobar normativas
legales con dedicatoria, para quitarle a este ciudadano la concesión y de este
modo callarlo.
Otro
fue el caso “Herrera Ulloa versus Costa Rica”, de julio de 20004, en el que el
Estado de ese país centroamericano había emitido una sentencia penal
condenatoria al periodista Mauricio Herrera Ulloa, por haber publicado en el
diario “La Nación”, diversos artículos que reproducían parcialmente información
de algunos periódicos europeos, sobre supuestas actividades ilícitas del señor
Félix Przedborski, que para esa fecha era representante de ese país ante la
Organización de Energía Atómica de Austria en calidad de cónsul ad honorem. Al periodista se le condenó
por difamación, así como se le sancionó al diario como “responsable civil
solidario”, en una situación muy parecida a la que en Ecuador tuvimos con el
diario El Universo. En ese caso, la CIDH falló a favor del periodista, y afirmó
que: “Las expresiones concernientes a funcionarios públicos o a otras personas
que ejercen funciones de naturaleza pública, deben gozar, en los términos del
Artículo 13.2 de la Convención, de un margen de apertura a un debate amplio
respecto de asuntos de interés público, el cual es esencial para el funcionamiento
de un sistema verdaderamente democrático”. Sin que esto signifique, de modo
alguno, según lo interpreta Eduardo A. Vertoni[2],
“que el honor de los funcionarios públicos o personas públicas no deba ser
jurídicamente protegido, sino que éste debe serlo de manera acorde con el
principio de pluralismo democrático”.
Y es
que la CIDH sostiene en esa resolución: “Aquellas personas que influyen en
cuestiones de interés público, se han expuesto voluntariamente a un escrutinio
público más exigente y, consecuentemente, se ven expuestos a un mayor riesgo de
sufrir críticas, ya que sus actividades salen del dominio de la esfera privada
para insertarse en la esfera del debate público”[3].
Es
decir, lo legislado en el tema de la libertad de expresión ha ido, como se
puede apreciar, en el sentido más progresivo, antes que restrictivo; de defensa
de los derechos de los ciudadanos frente a los estados, y no como en este caso
se pretende con la Ley de Comunicación: proteger la hipersensibilidad sobre las
ofensas a su honra que tiene el Presidente de la República, así como imponer un
pensamiento único y limitar los derechos democráticos de los ciudadanos.
Comunicación,
“servicio público”
La
Ley convierte a la comunicación en un servicio público[4],
contraviniendo la normativa internacional y la propia Constitución, que la ven
como lo que realmente es: un derecho inalienable de todos y todas. Al
establecérsela así, la comunicación será directamente otorgada y administrada
por el Estado, que como lo hace con los otros servicios, como el del agua
potable por ejemplo, puede cortarla en cualquier momento a determinado
ciudadano, o a todos, como ocurre con el Art. 77 que establece la suspensión de
la información y la imposición de la censura previa en casos de declaratoria de
estados de excepción.
Pero
en el fondo existe una discusión de tipo filosófico que no se hace al momento
de utilizar el término “bien público” para definir a la comunicación. Según Jurgen Habermas, uno
de los filósofos a los que el proponente de la Ley, Mauro Andino, citó varias
veces durante el debate de la Ley, cuando se habla de la
esfera de lo público se entiende a un campo de la vida social en el que “…
Todos los ciudadanos tienen, en lo
fundamental, libre acceso a él… Como concurrencia, los ciudadanos se relacionan
voluntariamente bajo la garantía de que pueden unirse para expresar y publicar
libremente opiniones, que tengan que ver con asuntos relativos al interés
general”. Es decir, según Habermas, el Estado no es lo público, ni tampoco lo
impone en su totalidad, es más bien un actor más que concurre a esa esfera de
la vida social, donde todos tienen el derecho a expresarse. Es más, según
Habermas, “el poder del Estado es, por decirlo así, el adversario de la esfera
de lo público, más no su parte. En efecto, este poder es considerado como poder
público, porque antes que nada debe su atributo a las tareas que desarrolla
para el bien público, es decir, a la procura del bien común de todos los
conciudadanos”. Esos supuestos entrarían en contradicción con lo que pretende
esta Ley, al momento en que establecen que el Estado sea quien define el
espacio público y cómo ha de actuar cada individuo en él.
Y
como la lógica de lo que implica la denominada “revolución ciudadana” es que el
Estado es todo, y que el Presidente de la República es el Estado, es él quien en
última instancia definirá hasta dónde puede alguien expresarse, así como
también de qué forma ha de ejercerse el periodismo. El proyecto se convierte,
en este sentido, en una especie de manual de estilo para los periodistas.
Veamos por qué:
¿Qué
es “información de relevancia pública”?
El
Artículo 10 establece las normas “deontológicas” para la utilización de este
“servicio”; es decir, los principios o parámetros éticos que los ciudadanos
deben seguir para expresarse. En el numeral 2 se sostiene que los profesionales
del periodismo deben “respetar los presupuestos constitucionales de
verificación, oportunidad, contextualización y contrastación en la difusión de
información de relevancia pública o interés general”. Aquí un primer gran
problema a discutir: qué significa exactamente: “información de relevancia
pública o interés general”.
Si
antes nos referíamos al criterio de “lo público” según Habermas, ahora
particularicemos lo que puede implicar el concepto: “relevancia pública”, a
través de los postulados de otro de los referentes teóricos de los
intelectuales que elaboraron la Ley: Pierre Nora, historiador francés, fundador
de la denominada “nueva historia”. Según este estudioso, “Todas las sociedades
establecidas buscan perpetuarse por un sistema de noticias que tiene por
finalidad última negar el acontecimiento, ya que el acontecimiento es
precisamente la ruptura que pondría en cuestión el equilibrio sobre el cual
ellas se fundamentan. Como la verdad, el acontecimiento es siempre
revolucionario”. Es decir, por esencia, el acontecimiento no es impuesto desde
el Estado, a conveniencia política de quien lo dirige, como se pretende con la
nueva Ley; es más bien la consecuencia de la disputa de diversas fuerzas actuantes
en ese escenario público. Por ello, el periodismo se mueve siempre bajo la
lógica del conflicto, no de la normalidad. Imponer los acontecimientos desde el
Estado solo era posible, según lo explica el catedrático español sobre teorías
de la comunicación, Miquel Rodrigo Alsina, en la Edad Media, donde “al adquirir
importancia política, la información pasó celosamente a ser controlada por el
poder religioso y civil. Pero este control no solo hay que entenderlo como la
censura de determinados acontecimientos, sino también como elemento capital en
la creación de acontecimientos ‘convenientes”[5].
El
periodismo controlado por censores
Los
medios ahora, no solo que se han puesto a revisar su logística para tratar de
multiplicarse y poder cubrir todo lo que desde el Estado se definirá como de
“relevancia pública”, sino que tendrán que ser muy ágiles y cuidadosos para
poder cumplir con los demás requisitos, como aquel de la “oportunidad”, que
además de ser un absurdo en plena época de las TIC (Tecnologías de la
Información y Comunicación), que han impuesto a la información el requisito de
la instantaneidad, es un concepto relativo y puede prestarse a
interpretaciones, puesto que si tengo un diario que publica al día siguiente un
hecho, luego de que todos los demás medios han emitido ya esa información, bien
podría ser sancionado por no cumplir de manera oportuna con la difusión de la
información.
Está
también el problema de la verificación, que según la Ley en su artículo 22, “implica constatar que los hechos difundidos
efectivamente hayan sucedido”. De este modo se termina con la posibilidad de la
denuncia periodística, o de la denuncia ciudadana a través de los medios. Lo
que ha ocurrido hasta hoy es que si un periodista accedía a cierta información
sobre algún hecho de corrupción, podía transmitirlo citando la fuente de origen
de esa información, lo cual activaba las alarmas de las instancias de control y
de la justicia, que finalmente descubrían el caso, lo juzgaban y lo
sancionaban. Ahora el periodista tendría que esperar hasta que exista sentencia
ejecutoriada para recién poder transmitir la información, es decir, cuando ya
no tenga sentido de “oportunidad”.
Se
cierra la posibilidad de que un ciudadano acceda a un medio a denunciar algún
hecho de corrupción, porque el medio simplemente estaría impedido de transmitir
esa información por no contar con la verificación propia de que esos hechos son
reales. Es decir, con esto se enseñorea la impunidad y se da pábulo al
crecimiento de la corrupción.
En
cuanto a la contrastación que se exige, solo habría que saber si todo
funcionario, empezando por el Presidente de la República, va a facilitar su
número telefónico para que los cientos y miles de periodistas de todo el país
que elaboren alguna nota que implique a las políticas estatales puedan
llamarlos inmediatamente para poder contrastar. ¿Irá a atender todas esas
llamadas el Presidente?
Y en
cuanto al asunto de la contextualización, la Ley permite un amplio margen de
valoración subjetiva por parte de las autoridades, puesto que ¿cómo saber hasta
dónde debe contextualizarse cada hecho? Considerando que en la sociedad todos
los fenómenos están relacionados. Si se intentara cumplir al pie de la letra
esta disposición, una noticia podría ocupar decenas de páginas de un periódico,
solo en el asunto de la contextualización.
Por
estas razones es que la integración de la Superintendencia de Comunicación así
como del Consejo de Comunicación es clave. En el primer caso, siendo un
funcionario directamente nombrado por el Presidente de la República, que tiene,
según los artículos 55 y 56, la facultad de “vigilar”, “auditar”, “intervenir”,
“controlar”, “supervisar”, “investigar” y “resolver” sobre el ejercicio de la
comunicación, tanto de ciudadanos como de medios de comunicación, será
definitivamente un hombre o mujer con súper poderes.
Leída
literalmente la Ley, sin necesidad aún de Reglamento, este Superintendente
podría ahora mismo intervenir personalmente o a través de uno de sus
“intendentes”, a cualquier medio de comunicación para que “supervise” todo lo
que hace el medio y todo lo que hacen los periodistas, podría tranquilamente
sentarse al lado del redactor a mirar cómo cita fuentes, cómo estructura la
nota. Y si no es a través de esta intervención, puede hacerlo a través del “defensor”
de audiencias y de lectores que la Ley (Art. 73) establece. Serán funcionarios
nombrados por concurso público llevado adelante por el Consejo de Participación
Ciudadana, que ya sabemos con qué lógicas actúa, para cada medio de
comunicación. Ahí estarán cargos para la militancia de Alianza País, que podrán
ser los censores oficiales que el gobierno requiere en esta nueva etapa de la
“revolución ciudadana”.
Las
frecuencias, un pastel que solo se podrá oler
Si
bien la Ley recoge el criterio constitucional de la equidad en la utilización
del espectro radioeléctrico, destinando un tercio para cada uno de los tres
sectores de la comunicación: público, privado y comunitario, la evidente trampa
está en que del 34% que se dice tendrá el sector comunitario, se le permite a
los sectores religiosos, que actualmente tienen el 10% del espectro, convertirse
en comunitarios, con lo que el 34% podría reducirse al 24%.
Pero
además, los medios que actualmente son parte de los denominados medios
regionales, organizados en instancias como “Canales Comunitarios, Regionales del Ecuador Asociados”
(CCREA), podrán según la ley, convertirse en comunitarios, con lo cual
el pastel se reducirá aún más para los sectores sociales que pretendan acceder
al derecho a comunicar.
Además,
el proceso que se establece para completar el supuesto 34% deja claro que esta
disposición podría convertirse simplemente en letra muerta, puesto que se habla
de que se destinarán a ese sector las frecuencias que estén disponibles; a
sabiendas que según estudios de la misma Supertel, en ciertas provincias o
ciudades ya no existe tal disponibilidad. Se dice también que se les entregará
las frecuencias que supuestamente se reviertan al Estado por incumplimientos de
la ley, pero al mismo tiempo se les entrega a los actuales concesionarios,
todas las ventajas para continuar usufructuando de ellas.
Por
el lado del gobierno, tendrá la posibilidad de usar el 33% correspondiente al
sector público, dentro del cual existirán medios públicos y “medios oficiales”;
alinear a más medios privados que los que actualmente están alineados con este
proyecto político de derecha, así como disfrazarse de “colectivos” ciudadanos
para que los militantes de PAÍS accedan a frecuencias dentro del sector
comunitario. Si a esto sumamos todas las cadenas y publicidad oficial, así como
las demás normas que generarán la censura directa, indirecta y autocensura en
los medios que se mantengan independientes del gobierno, tenemos un escenario
de discurso único que va en la línea de imponer el modelo extractivista y la
megaminería en el Ecuador, sin mayores dificultades. Al menos eso se pretende.
Pero
por el lado de los pueblos, de quienes ejercen el periodismo honesto, con la
misma pasión de Espejo, Montalvo, Peralta y muchos más que han hecho de este
oficio “el mejor del mundo”, la Ley no impedirá que la voz rebelde, creadora
salga y se imponga, pues eso es lo que le conviene al Ecuador de nuestros días.
[1] La Colegiación obligatoria, CIDH, párraf. 70
[2] Bertoni Eduardo, “Jurisprudencia interamericana sobre libertad de
expresión: avances y desafíos, publicado en el libro “Libertad de expresión:
debates, alcances y nueva agenda”, pág. 362.
[3] CIDH, “Caso Herrera Ulloa”, párrafos 128-129
[4] Art. 71: “La información es un derecho constitucional y un bien
público; y la comunicación social que se realiza a través de los medios de
comunicación es un servicio público que deberá ser prestado con responsabilidad
y calidad, respetando los derechos de la comunicación establecidos en la Constitución,
los instrumentos internacionales y contribuyendo al buen vivir de las
personas.”
[5] Alsina, Miquel Rodrigo. “La construcción de la noticia”. Paidós,
Barcelona, 1989, pág. 3.
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